El duende
El Duende
con las tempestades, mover peñascos y resistir como las bestias. Al entrar en acción, crece de súbito como los espinazos de los gatos.
Acompañado de un bastón de oro que le sirve de apoyo en los trances difíciles, de puente en las hondonadas y de escabel para volar en los momentos de peligro, toma agua en una concha de nácar encontrada Dios sabe en qué parte. Para complementar su indumentaria, agréguese el uso de un anillo de color indescifrable, hecho con despojos de amores.

En él dizque brillan uñas y crisnejas de mujeres, sudores y llantos de muchachas frescas y lozanas. El anillo se da como prenda de compromiso a la hembra que se presta a sus torpes requerimientos.
Espíritu como es, duerme en las puntas de las agujas, en los huecos de las tinajas, en los rincones oscuros. Para seguir su elegida, vela en los pajonales, en los aleros de los ranchos, en el filo de las sementeras. Puede permanecer en los tejados, en la mugre de los gallineros, encima o detrás, abajo o distante de los árboles, ahí donde empieza la nada o crecen los sembrados.
En la parte que aliente es el mismo glotón de formas núbiles, amigo de mujeres que, en otro tiempo, hubiesen pagado su locura de amor en la lengua de las hogueras.
Las suposiciones lo hacen descender, tal vez con mucho fundamento, del cielo, padre de misterios. Allí oyó las arengas de Satanás y luchó contra Dios hasta caer, sin perder los atributos, en el valle del mundo.
Vino por ser liebre, por moverse a sus anchas en estos andurriales que domina con malabares y humo, con temor y espanto, con promesas y requiebros malsanos que perturban los sentidos.
Porque, en realidad, gusta de calentar su vida con el afecto de niñas de quince años, limpias y olorosas. Es cuestión de alcurnia, seguramente.
En su diario de vagabundo no aparecen las feas ni las desgarbadas, las escurridas o enfermas. Sus conquistas están señaladas con figuras estatuarias, con recuerdos de damas airosas y ojos rutilantes. Para dar con la belleza de un cuerpo, vaga continuamente.
Teme al sol y a los ruidos, y permanece como oyendo crecer las plantas o respirar a los insectos. Al regreso de tanto nerviosismo habla con propiedad de ratones gigantes, de arañas monstruosas, de garras afiladas que la punzaban el cráneo, de hierros candentes que le partían las entrañas…
Una mujer tocada por el Duende se torna irritable, sin sueño, inapetente. Comienza a perder peso. En ocasiones habla y canta, reza y maldice. Llora por causas irreales o ríe ante sucesos funestos. Falta de memoria y con la voluntad debilitada, olvida sus obligaciones, juega a la imitación, para terminar huyendo a las serranías más altas, donde danza desnuda. En esta soledad acontece la posesión, entre alaridos que estremecen.
Cuando el filtro no opera, porque la niña ha nacido con virtudes específicas, aparece la furia del maligno. Persigue, caza, acecha. Si nadie ha visto el rostro rabioso de este diablo que propina bofetones y escupe voces que enrojecen, si se ven sus hazañas. Ciego, enfermo de pasión, destroza las vajillas de la casa, impide el crecimiento del fuego hogareño, tira abajo las ollas, daña las viandas con hojas de tabaco, sala los manjares, destiende la mesa, arroja piedras a los espejos, revuelve las habitaciones. Para descargar su pesadumbre, llora como becerros.
Si se desea aplacar tantas maldades hay que poner la contra, el ensalmo que lo destierre. Para ello basta con vestir la escogida con trapo rojo o colocar en el lugar de los acontecimientos un instrumento melódico. Bautizar de nuevo a la que sufre, conjurar la vivienda. Puede ahuyentarlo el casamiento de la infeliz, lo mismo que pasarla bajo un anillo que haya llevado un sacerdote, o darle tres tomas de agua bendita cuando corren las estrellas.
Aparte de lo dicho, quedan las oraciones para componer lo alterado, lo que se daña y corrompe. Esas señales infernales, esos sueños nublosos desaparecerán si se aplica en buena hora los conjuros necesarios que contrarrestan el hechizo.
Entre las oraciones figura la de piedra imán, que da resultados sorprendentes. Hay que decirla en la noche, en la entrada principal del rancho de la que padece, bajo la luna llena, rociando agua bendita a la derecha y a la izquierda. Al frente del concurso debe arder un pebetero con incienso y mirra, alimentado con hebras de mellizos o gemelos nacidos en Viernes Santo, y ramo consagrado.
Hombres y mujeres estarán vestidos de rojo, señaladas las frentes con cruces de carbón. Actúa como principal el padrino de la endemoniada, y, en su defecto, la madrina. Los padres de la criatura permanecerán de rodillas, mientras se rezan las palabras que dicen:
El Coro, con la cabeza baja, irá repitiendo a cada verso:¡Arrenuncio, Satanás, Arrenunciooo!.
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